"Me da asco vivir en este mundo."
Jose Mourinho.
Ya es definitivo que, en Madrid, lo tangencial ha devorado la sustancia. El fútbol es el paisaje que sustenta el discurso de la polémica, el sesgo, la prevaricación arbitral, el amaño deportivo y la sombra constante. Afición, prensa, técnico, club y jugadores coinciden:
se pierde por una conspiración, nunca por el fútbol. Un alegato nunca antes oído en la capital, al menos no en ese tono y gravedad.
El fútbol coartada representa el discurso de la pérdida de identidad. No se ve el bosque porque los árboles se han enmarañado de tal manera que el sentido común no es prioritario. Porque, de hecho, no hay bosque.
Mourinho es un negociador de marcadores. Un coleccionista, un proveedor de medallas. Ha aportado a la competición española algo que no tenía. Una ambición desconocida, una capacidad insospechada para alcanzar la victoria por todos los métodos posibles, para abrazar registros paralelos, incluso algunos que la esfera futbolística local no era capaz de imaginar. La homilía ha calado en la afición madridista, donde la victoria toma otro carácter, más allá de la propia intencionalidad del deporte. La idea ha entroncado bien en la tradición triunfal del madridismo, al que se le ha ofrecido otra vía para el olimpo y no ha tenido reparos en asimilarla.
Hubo un tiempo en que el Real Madrid no acudía a los hombre de negro para evaluar el éxito.
Ni su técnico se erigía en juez de jueces. El Madrid ganaba y perdía con extraordinaria grandeza. No es este tiempo, por supuesto. Pero conviene no olvidar que eso ocurrió y que sigue ocurriendo en otras entidades. Hoy, el Madrid vive un capítulo triste de su historia, y no tiene que ver con la sala de trofeos. Tiene que ver con lo que desprende. El más grande club de fútbol que jamás existió se ha visto devorado por su incapacidad para asumir su situación y su falta de recursos para contestarla. Todo es humo.
La propuesta de análisis de la derrota desde el conjunto blanco no va más allá del prevaricato del colegiado de turno. Liderada por Mourinho, la monserga afila insistentemente que todos los árbitros con los que no se gana están en el ajo. Todos se equivocan y siempre en contra suya -de Mourinho, no del Real Madrid-. Hoy la presa es el Barcelona de Guardiola, pero también lo ha sido el
Manchester de Ferguson, el Arsenal de Wenger o el
Liverpool de Benítez. En Italia,
acusó de amaño a la Roma y
desprestigió a entrenadores como Zenga por entrenar en Rumanía, como ha hecho en la Liga con Preciado, Míchel, Guardiola o Pellegrini. Estrategia.
Cualquier ligero repaso a su trayectoria en los banquillos descubre una extraordinaria capacidad de comunicación, manipulación, provocación, tensión y digresión ligadas al éxito. Mourinho, un técnico tan cercano a los nuevos tiempos, hubiera tenido difícil cabida en el fútbol de hace veinte años, donde la repercusión mediática de unas declaraciones era intrascendente.
Un hombre de su profundidad futbolística debería comprender que terminar el partido con menos hombres de los que comenzó es fruto directo de una propuesta de juego centrada en la destrucción y la aniquilación. Y es bien seguro que lo comprende. Le ha ocurrido en distintas ligas, copas y competiciones europeas, con decenas de árbitros distintos, a los que siempre desprestigió. Nunca buscó las causas en un juego arcaico que persigue devorar el fútbol rival difuminando los límites de la legalidad. Su trabajo personal en las ruedas de prensa sigue el mismo patrón:
devorar el fútbol, hablar de la periferia.
Pese a unas cualidades técnicas extraordinarias, Mourinho habla poco de fútbol. No tiene demasiado interés en compartir su conocimiento. En público, resopla conspiraciones, tramas ocultas que solo un visionario valeroso es capaz de destapar. Mezcla competiciones, países, rivales e incluso equipos distintos, para centrar la atención en una
conspiranoia contra él. En el Bernabeu la adoptan como suya. Las ofensas del pasado a Mourinho son pérdidas de respeto al Real Madrid del presente.
...
Según Mourinho, hay un complot para que el Barcelona gane la Champions. Y la Liga. Y la Copa. Algo de aquello ya sonó con la Selección Española en el último Mundial, y en la prensa patria solo se oyeron carcajadas. Las mismas que ahora se transfiguran en vocerío del amaño de cualquier competición en favor de los guapos, limpios y simpáticos chicos azulgranas, quizá dopados, quizá ayudados. Todo se traslada a la afición, en un eco que estará presente mucho tiempo.
Curiosamente, a Mourinho no le ha ido tan mal en sus eliminatorias contra los catalanes, como parece extraerse de sus lamentos.
Negar al Barça le ha traído rédito. Hasta esta semifinal, cosechaba tres victorias -con el Chelsea en 2005, con el Inter en 2009 y con el Madrid hace unos días- por solo una derrota, ante Rijkaard en 2006. Su frustración se ceba más con Guardiola que con el propio Barça. En cuatro duelos esta temporada, el portugués solo ha vencido uno. Pero en la derrota, acostrumba a transformar la plática de la impotencia en la de los favores arbitrales al rival. Ante una nueva derrota, viejo discurso.
El último capítulo de injurias arbitrales a Mourinho -y por ello, al Real Madrid- pasa por la semifinal de Champions League,
clásico IV (no III), que acumula una inexplicable expulsión más a la retaíla de injusticias al
técnico mejor pagado del mundo. Era cuestión de tiempo que alguno de los
clásicos terminara así. Probablemente, el que el Madrid perdiera. No haya respuestas el portugués al sermón lastimero que reproduce
la prensa deportiva estatal del día después.
Puestos a no hablar de fútbol, el poker de respuestas al
porqué de no terminar el encuentro con todos sus hombres se encuentra en acciones madridistas fuera de la trayectoria natural del partido, todas alejadas del cualquier zona de riesgo, a gran distancia del marco blanco o con el balón fuera del terreno, a cargo de Pepe, Marcelo, Arbeloa y Adebayor. No corresponde decidir el color del cartón, pero todas se encuentran cercanas al límite máximo permitido para continuar disputando un partido.
En la acción para los anuarios de la vejación blanca, Pepe acudió a un balón a ochenta metros de su portería con
una plantilla a la altura de la cintura de Alves, absolutamente innecesaria. La expulsión es rigurosa en cualquier lectura posible, camisetas al margen. Rigurosa, nunca descabellada. Al tiempo,
Marcelo propinó un indigno pisotón a Pedro que quedó sin sanción, y obligó al extremo a retirarse lesionado. Arbeloa, en idéntica jugada -simular incorporarse sin poder evitar llevar los tacos a la pierna del rival-
hizo lo propio con Villa. A Adebayor se le pelaron los cables y
percutió con el puño el rostro de Busquets, en una acción solo sancionable con su exclusión del encuentro. Recibió una amonestación. La que no tuvo Lass,
tras cometer 7 faltas de todos los colores de la paleta. No escucharan al técnico luso hablando de ello, ya hay toneladas de tierra por encima.
Las cuatro agresiones corresponden a lances menores, inicialmente templados. Todas se traducen en evidentes acciones violentas, y todas son protestadas con visible alboroto del lado madridista. Ese tipo de maniobras aisladas, esparcidas en el tiempo, forman parte de una estrategia global, recurrente en citas en el Bernabeu. No es difícil advertirlo repasando partidos donde el equipo sufrió en su feudo.
Cuando el encuentro y la grada se enfría,
Mourinho recurre a las tripas. Ordena una contención, siempre lejana de su área, y el consecuente tumulto para enganchar al público. Suele funcionar. Es una treta similar al escalonamiento con el que los jugadores acuden a protestar una decisión al árbitro: nunca los mismos, nunca el infractor de la acción. Tampoco ocurren con el partido a favor, y jamás con el viento en popa, cuando se afana en llevar los partidos a su fase narcótica. Mourinho de manual. El objetivo es tensar la cuerda arbitral y crispar a los jugadores rivales en el césped, como se hace con los técnicos en las salas de prensa. Forma parte de
la concepción maquiavélica que tiene Mourinho del enfrentamiento deportivo. Si la cuerda arbitral se rompe, la réplica mediática está lista.
Porque el portugués sabe muy bien a quien manda a los micros en los post y previas de sus partidos inflados de polémica. Nadie habla sin que él lo ordene. No comparece habitualmente Casillas, capitán y pilar del madridismo, porque no articularía el discurso del técnico y despistaría al vulgo. Sí se oye a menudo a
Cristiano, Marcelo, Pepe o Di Maria, guardia pretoriana del técnico. Intuyendo que hacía falta carga emotiva local, Mourinho últimamente ha recurrido a la docilidad de Arbeloa o Ramos en discursos parafraseados a los del entrenador.
Con la derrota en el Bernabeu, Mourinho ha perdido un partido pero ha ganado un slogan:
"Por qué yo?". Se arma de recursos de presión para el futuro. Mentará este partido dentro de varios años, cuando un nuevo envite le meta en apuros. El Real Madrid ya será prehistoria, pero la construcción mental de la realidad del portugués es clara:
siempre gana y cuando no lo hace, nunca es por propia responsabilidad. Nadie en el club blanco osará analizar el planteamiento timorato, tacaño y vacío del equipo, que
apenas tocó el balón tres veces cada minuto: 312. Solo entre Xavi y Busquets sumaron 280, por un total de 825 del conjunto azulgrana. 120 vs 485 en la primera mitad, mucho antes de la expulsión de Pepe.
El humo y la propaganda, desconocidos en
el club futbolístico más poderoso de la historia deportiva, se han terminado por imponer.
En el Bernabeu no se habla de fútbol. Ya no se menta a Di Stefano, Puskas, Butragueño, Zidane o Raúl. La grada regurgita ahora alineaciones extrañas: Frisk, Ovrebo, Busacca, De Bleeckere... personajes algunos, que ni siquiera tienen capítulos en la historia merengue. El
escándalo Ovrebo, tan cacareado en la capital estos tiempos, no manchó ni a Mourinho ni al Madrid.
La actitud de la prensa deportiva estatal es tan previsible como gregaria, lamentable para la profesión. Alimentan a la gallina, recolectan oro y algún día se encontraran más lejos del deporte de lo que creen. Las portadas calcadas del día después son un retrato de los tiempos modernos, encumbrando al agraviado líder del pueblo en su lucha contra los molinos.
Con decenas de fotógrafos en el campo, idéntica foto de agencia, idéntico mensaje. En bloque contra la injusticia deportiva. La reverencial adulación del paladín blanco terminará por agotarse. Las fórmulas vacías sirven durante un tiempo, después se hacen insoportables.
...
Fuera de la gresca, Balón de Oro madridista, hubo un encuentro de fútbol. Y ahí no hubo propuesta futbolística más allá del Barcelona.
El Madrid no ofreció nada, ni con once ni con diez. La excusa de la incapacidad ya es dogma, y ante los azulgrana solo se puede jugar con un central de interior y sin delanteros. Su libreto tiró de vocablos impropios: incomodar, asfixiar, irritar, cansar, estorbar y aburrir.
Más allá de recoger el balón de los azulgranas con todas las artes posibles, el Real Madrid no tuvo ninguna intención con el cuero. La pelota terminó decidiendo la riña hacia quien mejor la trató. Con más juego que remate, en un rondo eterno, Xavi la acarició durante toda la noche. Messi la llevó hasta los límites de la imaginación.
Por eso ganó el Barcelona. Porque, aún en la propuesta de supervivencia que fue el encuentro, encontraron hueco para el fútbol.
La patente azulgrana no es la única vía para la victoria. Hay muchas otras, bien conocidas. Los atajos de Mourinho le han convertido en un abastecedor de resultados. Pero los riesgos son mayores. Jugando al límite, a menudo no distingues cuando lo has sobrepasado. Y acudir a lo extradeportivo para justificar tu ineficacia no es digno. A Mourinho le importa poco, construye su dignidad a través del hedonismo y las victorias. Pero al Madrid, con una trayectoria centenaria, debería importarle. Un día, Mourinho no estará, pero su legado, en todos los sentidos, se va a quedar algún tiempo.
Desde fuera, el Real Madrid actual es un club insufrible, lastimero. Cuesta tenerle aprecio. Contrario a su historia, no aparenta buscar afiliados fuera de sus murallas. Como equipo, solo en ocasiones tiene interés más allá del fervor merengue. Su fútbol reluce en los videoresúmenes, pero fatiga en los desarrollos lentos. Para el seguidor ajeno al accionariado madridista, el equipo pierde toda capacidad de seducción. Es un fútbol solo apto para devotos.
En este finalfour entre blancos y azulgranas, escasea el aficionado neutral que sienta simpatía por una victoria blanca. Algo impensable en otras épocas. Debería ser una señal de alarma. El Real Madrid necesita un reflexión global acerca de su posición actual en el mundo del fútbol, a nivel institucional, emocional y deportivo. El club que más hizo por este deporte está actualmente fuera de órbita, devorado por fantasmas que sólo ellos son capaces de ver.